lunes, 20 de abril de 2015

Décimo noveno relato. EL MEJOR REGALO

A día de hoy, sigo sin saber qué diablos estaba haciendo en esa fiesta medio clandestina, donde abundaban los excesos y el descontrol de la gente, provocado por ciertas sustancias consumidas por la mayoria de los asistentes me rodeaban, ya sin esos amigos que tanto insistieron en que les acompañara a la que decían iba a ser la fiesta del siglo, y que no dudaron en abandonarme en el mismo momento en que me senté a descansar. Así que ahí estaba yo. Solo, aburrido, sin saber dónde cojones estaban mis amigos y observando con lástima los actos de la gente, fruto de las ya nombradas sustancias y causa de los más que probables arrepentimientos de aquellos que tan bien creían estar pasándolo.
Tras unos minutos observando e imaginando el futuro inmediato de todas esas personas, decidí que era hora de buscar a mis amigos y decirles que me marchaba, que esa fiesta me aburría profundamente. Tras alrededor de media hora de búsqueda en vano, decidí rendirme y mandarles un mensaje diciéndoles que me marchaba. Cuando salí de aquel local rebosante de alcohol, drogas y música que incitaba al sexo sin ningún tipo de control, vi a una chica, sola, llorando; y algo, no se el qué, me llevó a hablarle.
-¿Estás bien?
-Perfectamente. Y mejor que estaré cuando me des tu móvil.
De repente, había dejado de llorar y parecía muy tranquila, como si no pasara nada.
-¿Así de rápido me pides mi número?
-¿Qué? Creo que no me has entendido... dame tu teléfono ya si no quieres que mis amigos te den una paliza.
De repente, dos chicos de unos veinte años salieron de un coche aparcado y se acercaron a mí con actitud desafiante. Cuando intenté huir, me agarraron y me pegaron varios puñetazos, me cogieron el móvil y, entre comentarios ofensivos y carcajadas, se subieron al coche y se fueron. En ese momento me di cuenta de que fiarme de mi instinto no era tan buena idea como creía.
Y entonces oí esa voz. La voz más bonita que jamás había oído. Una voz que parecía provenir del más dulce de los ángeles del mismísimo cielo, un cielo en el que creía en ese momento por primera vez en mi vida.
-¿Estás bien?
-Ten cuidado con hacer esa pregunta, mi cara está cubierta de sangre por haberlo hecho.
-Bueno, ahora mismo no estás en condiciones de atacarme, así que creo que estoy a salvo.
Ambos sonreímos y, tras un breve silencio, le dije:
-Gracias por preocuparte.
-De nada. ¿Quieres que vayamos a sentarnos a algún sitio?
-Gracias, pero ahora mismo creo que debería ir a urgencias.
-Espera, llamaré a una ambulancia.
No solo llamó a la ambulancia, sino que me acompañó en ella para que no estuviera solo esperando en el hospital, y durante toda la noche, antes y después de que me atendieran. Estuvimos hablando del pasado, del presente y de lo que estaba por venir, hasta que llegó el alba, y con ello la hora de marcharnos cada uno a su casa.
-Si quieres, te doy mi número y me llamas un día de estos.
-Bueno, ahora lo tengo un poco difícil.
-Estoy segura de que encontrarás la manera.
Tiempo después, me confesó que se había fijado en mí y que por eso salió y me encontró sangrando en el suelo. Y así, minutos antes de lo que yo creía, dio comienzo una historia que acaba hoy, el día en que ella, cuarenta años más tarde, me deja por culpa de una enfermedad causada por la contaminación de todos, pero siempre viviré con este y muchos recuerdos buenos que me ha dejado durante todo este tiempo, y con el agradecimiento hacia esos delincuentes que, quitándome el móvil, me dieron el mejor regalo posible: cuarenta años junto a ella.

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